¿Quién de nosotros no ha sentido en alguna oportunidad dolor?
El dolor es parte de nuestra vida, cuida de nosotros, de nuestro cuerpo, avisándonos de aquellos puntos que merecen debida atención.

Si, por ejemplo, nos duele el pecho, prestémosle atención, examinémoslo. Tal vez, más tarde y gracias al aviso que el dolor nos ha hecho, estaremos prevenidos de alguna deficiencia, y por consiguiente habremos aplicado alguna solución reparadora.

Nuestro cuerpo necesita cuidados y nos da sutiles señales de ello, aunque no podamos verlas, sentirlas o escucharlas.
Nos demanda ejercicio y la energía suficiente para latir con vida y fuerza cada instante, durante toda nuestra vida.

Debemos entender que es nuestra pertenencia más valiosa y, a menos que lo respetemos, no vamos a poder cuidarlo como verdaderamente lo merece.
Cuidar el cuerpo no debe ser una preocupación, es necesario encontrar cada día espacios para cuidarlo y mimarlo con amor y dedicación. El solo hecho de sentir amor por él, nos ayudará a reforzar nuestro sistema inmunológico.

De igual manera, cuando el dolor se disfraza de confusión o de  angustia, en realidad, quien nos está llamado es nuestro mundo emocional.
Cuando esto sucede, por más sutil que parezca, algo profundo espera por nosotros. Muchas veces a través de la ansiedad y la duda, nuestra profundidad del ser se hace presente,  señalándonos la necesidad de cultivar el alma y expandir nuestra consciencia.

Y como siempre ocurre, el dolor pasa, dejándonos el corazón más sensible. Sintiendo una mayor empatía y hasta sintiéndonos más aptos para animar a los  que todavía viven atrapados en sus propios dolores o desgracias.

El dolor nos cuida y también nos presiona para buscar salidas que, frecuentemente, nos llevan de la mano hasta lo más profundo de nuestra alma.

El dolor nos hace humanos, nos vuelve más sencillos, más humildes, con el corazón abierto y sin corazas.

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