Cuando ante la violencia, tanto física como verbal, nos sentimos heridos, nuestro ego refuerza ese deseo naciente de venganza. Son esos instantes en los que sólo centramos la atención en el dolor y la indignación que nos ocasionó la ofensa.
Son momentos en los cuales nuestro ego reclama compensación y justicia sobre este mundo. Lo que observo, en muchas situaciones, es que al continuar en este primer sentimiento de odio y no trabajar para superarlo, se corre el riesgo de enquistar una emoción que, con el paso del tiempo, se convierte en rencor que amarga el alma. Un sentimiento que a nadie ni a nada beneficia, muy por el contrario, perjudica al que lo emite y, tarde o temprano, lo bloquea y lo enferma.
¿Cuál es el problema?
El problema está en la pérdida del equilibro. A veces, el sentirnos el centro del mundo nos va armando de corazas, bloqueando nuestra comprensión e imposibilitando una mirada más profunda y amplia de los hechos que observamos.
Felizmente, la evolución humana ha desarrollado una capacidad única y es la de poder ponerse en el lugar de cualquier ser y, tras procesar sus conductas y motivaciones, comprender el juego y despersonalizar la ofensa.
Si acaso usted sigue odiando a ese compañero de la escuela primaria que lo atormentaba o bien a ese jefe que lo presionaba en su trabajo, recuerde: Todos los seres humanos estamos sujetos a procesos mentales que activan nuestras defensas. Cuando logramos entender la mente del otro, aunque rechacemos el hecho y reaccionemos a lo ocurrido, comenzaremos a vaciar nuestro corazón de rencor hacia quien nos agrede y sus ofensas.
Cada persona, por prepotente y segura que se muestre, tiene su particular cuota de dolor y sufrimiento, sus contradicciones y debilidades, sus noches sin dormir y sus propios tormentos internos.
Si aún siente malestar o rencor hacia la figura de alguien que su mente no suelta, recuerde que su enemigo es un ser humano con debilidades, que también sufrió abandonos y ofensas.
Tenga muy presente que tal vez, aquel a quien considera su enemigo, puede haber perdido la paz, esa que su corazón busca, entre tensiones y nieblas, una paz que perdió y que no encuentra. Un ser que, como a todos los humanos que recorremos paso a paso la travesía de la vida, le toca aprender en su propia carne las consecuencias dolorosas de sus ofensas.
La vida es más justa de lo que parece y, tarde o temprano, todos aprendemos a descifrar que cada uno de nosotros, en algún nivel y en alguna medida, cosecha lo que siembra.
Seguramente seguiremos culpando a los demás cuando todavía nos sigamos culpando a nosotros mismos. Sin embargo, cuando aceptamos al otro y a nosotros mismos, podremos perdonar, llegando a saber que somos inocentes y que no existe la culpa ni existe culpable alguno en el Universo.
De nosotros depende disolver la rabia y cerrar nuestras heridas internas.